Parece que a mí la música también me salvó

 Siempre me ha parecido muy linda esta apreciación de “la música me salvó”, que mucha gente dice, especialmente los músicos. Descubrieron la guitarra o cualquier otro instrumento en la adolescencia y eso básicamente lo cambió todo. Aunque amo la música y mi vida ha girado mucho en torno a ella desde que era adolescente, no toco nada, apenas un poco de piano. No por falta de intentar. Después de un tiempo llegué a creer que la música simplemente no me quería.

Andá a hacer una torta o plantar suculentas, eso era probablemente lo que la música pensaba de mí.

Pero luego me di cuenta, no hace mucho, que a pesar de mi torpeza con los instrumentos y la extinción del periodismo musical, que era a donde quería llegar después de tanto fracaso, la música también me salvó.

Todo empezó probablemente a fines de 2004, justo antes de cumplir 15 años. Mi primer novio me había dejado después de siete u ocho intensos meses de noviazgo. La patada en el orto poco a poco me hizo odiar a los hombres, las personas, las relaciones, las normas, las reglas y todo lo que se consideraba normal. Me empezó a dar mucha paja querer complacer a todos, querer ser amiga de todos, incluso de quienes me trataban como mierda, querer gustarles a todos, ser parte de todos los grupos, encajar con todo. Me di cuenta de que lo que creía que era mi personalidad era en realidad yo actuando en modo automático, haciendo lo que hacían los demás, sin pensar si realmente me gustaba. La música que escuchaba, la forma en que me vestía, los lugares que frecuentaba. Recuerdo que ya me gustaba el rock, pero como a casi nadie más le gustaba, terminaba escuchando lo que escuchaba el resto de la gente, yendo a los lugares que iba el resto de la gente, vistiendo lo que absolutamente todas las chicas de mi edad vestían.

En ese momento de profunda consternación post-ruptura, la música me ayudó a descubrir que no necesitaba complacer a nadie ni formar parte de grupos con los que no me identificaba, aunque como consecuencia tuviera que juntarme solamente con dos o tres amigos que entendían quien yo era. Y fue una especie de retroalimentación. A medida que dejé ir las cosas que ya no tenían sentido para mí y me aferré a mi ropa negra de corte recto y a los CD piratas de hardcore y heavy metal de gusto dudoso, empecé a conocer gente más como yo. Ganaba CDs grabados en Nero con canciones de Sum 41 y Blink 182, recibía tips de bandas que me podrían gustar, aprendí a descargar canciones de Internet y pasaba todo el día viendo MTV para aprender algo y no avergonzarme frente a mis nuevos amigos. 

Las personas que conocí y con las que me relacioné a partir de ese momento me hicieron sentir más cómoda en mi piel. No hacían chistes sobre mi cuerpo, sobre cómo otras chicas de 15 años tenían mucho más teta que yo, no les importaba la ropa de marcas caras y ni siquiera pensaban que era cool andar en un Corsa rebajado con luces de neón. Básicamente hablábamos de música. Si hablábamos de ropa, era sobre remeras de bandas y cinturones de tachas. Si hablábamos sobre pelo, era sobre teñirnos con los mismos colores que tenían Billie Joe, Tré Cool y Mike Dirnt en los 90. Si acordábamos salir, casi siempre era para ver una banda, aunque fuera un cover de Bon Jovi en el salón parroquial de Villa Sulina, que era lo que había en donde vivíamos.

La música en sí y lo que me estaba aportando en ese momento definía quién era yo, qué me gustaba, qué quería hacer, qué quería ser de mayor. Si no hubiera sido por la música para sacarme de la inercia, del comportamiento por defecto, de elecciones que no eran elecciones, probablemente nunca habría descubierto quién era (aunque podría haberme casado con un dentista adinerado y en lugar de escribir esto, estaría grabando un boomerang de bikini en la pileta).

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