Las vacaciones no tan soñadas

 Hace un mes estuve en Brasil cagándome de miedo a 1) testear positivo en el PCR y no poder volver 2) no poder volver por algún nuevo decreto del presidente de Argentina cancelando todos los vuelos desde Brasil. Dos posibilidades muy probables, por cierto, considerando la desastrosa situación en la que ya se encontraba el país en ese momento.

 Por lo tanto, mis cortas vacaciones de una semana fueron un estrés continuo. Estrés que empezó en octubre, cuando mi madre empezó a preguntarme periódicamente "cómo iba a hacer para Navidad". El año anterior habíamos acordado que la Navidad de 2020 la pasaría con ellos en Balneário Camboriú, y desde entonces ha sido una peregrinación por la búsqueda de pasajes en todas las aerolíneas, descubrir que no había vuelos directos a Florianópolis, pensar en qué hacer y con un poco de frustración decidir posponer el viaje unos meses. A principios de diciembre, Aerolíneas Argentinas finalmente comunicó que los vuelos directos a Florianópolis comenzarían a partir del mes siguiente.

Pero al mes siguiente, después de nueve meses sin vuelos a Florianópolis, los precios de los pasajes no eran una ganga, como todos imaginábamos. La fecha más cercana que encontramos por un monto aceptable de dinero fue el último domingo de febrero. Compramos sin que yo tuviera ningún deseo real de ir. Sin embargo, además de tener que satisfacer los deseos de mi madre, estos sí muy reales, también tenía que ir a buscar la notebook que había comprado por internet en Brasil en octubre, cuando la situación era distinta y las fronteras de Argentina estaban abiertas incluso para los turistas.

Desde la compra de los pasajes mi estrés fue aumentando de acuerdo con los eventos que siguieron. Nadie sabía lo que podía pasar a partir de ahí, estamos en medio de una pandemia y por mucho que la situación estuviera controlada en ambos países en ese momento, la vida es eso que ya conocemos.

Tres semanas antes del viaje, el nivel avanzó algunas casas más. Si me agarraba covid en esas tres semanas y el PCR diera positivo no viajaría, prolongaría esta situación hasta dios sabe cuándo y aún me perdería una semana de vacaciones. Y las vacaciones son sagradas, especialmente en Argentina, donde solo tenemos dos semanas. Salía de mi casa solo cuando era realmente necesario, con dos barbijos, rociando alcohol en el aire antes de respirar y esquivando a todos los seres humanos.

Como esta vida no es una galletita, en la semana anterior al viaje sucedió casi todo lo que temía. Caos. Trastorno. Colapso. Restricciones de horario en el comercio. Y el día anterior, como si fuera poco, anunciaron un lockdown de fin de semana en Santa Catarina. Ni siquiera me había ido todavía y ya no veía la hora de volver. 

Después de hacer el PCR, completar mil declaraciones juradas y seguir todos los protocolos, finalmente nos fuimos. Con el culo fruncido. Todas las vacaciones. En todo momento.

Cada restaurante al que íbamos y nos sentábamos lo más lejos posible de la gente y lo más cerca posible de puertas y ventanas, en cada paseo por la playa, me atormentaba la posibilidad de no poder volver. Podía trabajar de forma remota, pero la idea de estar atrapada allí, incluso si fuera solo por un día más, me daba pánico.

Solo comencé a respirar aliviada cuando finalmente me senté en el avión de vuelta a casa.

Esa semana antes del viaje pensaba que había tenido mala suerte. “Justo ahora tenía que pasar esto”, pensé, enojadísima. Pero en realidad tuve suerte. Hace una semana cancelaron todos los vuelos desde Brasil con solo 24 horas de anticipación.

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