Estoy contribuyendo al enriquecimiento de una dermatóloga


Esta semana terminé de leer “El fin del amor”, libro de la escritora argentina Tamara Tenenbaun, que en realidad es un ensayo con sesgo feminista sobre las relaciones, y en uno de sus últimos capítulos no pude evitar una mueca de identificación. No solo ahí, ya que a lo largo del libro ella desentraña lo que sucede en la vida del 99% de las mujeres, pero principalmente ese tramo.

En el capítulo en cuestión, ella habla de estándares de belleza. Intrigada por la piel de las influencers que veía en Instagram, mucho más tersas y frescas que la de ella, que nunca tuvo acné y aún es bastante joven (Tamara tiene mi edad, pero el libro lo escribió cuando ella tenía 28/29), decidió preguntarle a una de ellas qué se hacia en la cara. Muy atenta, la influencer, quien era conocida de Tamara, pasó el teléfono de su dermatóloga. Por curiosidad, decidió llamar y pedirle una cita solo para ver qué decía la médica.

El reconocimiento ya empezó ahí, porque sabía muy bien lo que vendría después. Dos semanas antes de leer esas páginas había ido a ver a una dermatóloga especialista en estética. La encontré en la web de mi prepaga, estaba cerca de mi casa y necesitaba con urgencia revisar los ochenta mil lunares que tengo en todo el cuerpo. Sin ningún motivo en particular, esto lo hago anualmente y con la pandemia terminé saltándome un año y quería solucionar este pendiente lo antes posible. Y ya que estaba en el consultorio de una dermatóloga especialista en estética, por qué no aprovechar y preguntarle qué me recomendaba para mi cara de adolescente +30.

Tamara cuenta en el libro que fue y se sentó frente a la médica con la certeza de que le diría “tu piel se ve genial! No necesita nada. Por las dudas, pasate esta crema y nos vemos en cinco años”.

En mi caso, sin embargo, no estaba 100% segura de que la respuesta seria esa porque ya me había pasado cuando tenía 29.  En esa época había ido a una dermatóloga para revisar mis lunares y, bueno, ya que estaba, pregunté qué me recomendaba para la cara.

−  Me preguntaba qué crees que debería empezar a hacer con mi piel, ya que cumplo 30 este año − le dije, estirando una pata de gallo imaginaria en mi ojo derecho.

− ¡Oh, estás genial, parece de 15!

Y terminó la cita.

Esa dermatóloga en cuestión, según recuerdo, no se especializaba en estética, así que fingí (para mí misma) que su respuesta halagadora me había sorprendido.

Volviendo a Tamara, ella se sentó frente a la médica esperando recibir la misma respuesta que yo recibí de mi ex dermatóloga. Pero para su total asombro, la suya le sugirió una serie de tratamientos, entre ellos radiofrecuencia y mesoterapia, además de un “botoxito”, como quien recomienda un jabón Neutrogena.

Mi nueva dermatóloga, después de ver que mis lunares estaban bien, me sugirió una limpieza de piel cada tres o cuatro meses, un peeling a partir de abril y también un poco de botox en las patas de gallo (que en mi opinión, y mi opinión es la que importa, todavía son casi invisibles). Solo para “relajar un poco la piel”, dijo.

Tamara le dio las gracias, le dijo el clásico “ si si, ya veremos”, y se fue. No volvió por la radiofrecuencia ni para aplicarse botox.

Yo, en cambio, decidí no ser tan audaz. Una mujer en sus 30 no debe cometer el crimen de ignorar las recomendaciones de su dermatóloga. Volví una semana después para una limpieza profunda y salí con dos cremas nuevas (y miles de AR$ más pobre). En abril o mayo vuelvo a ir porque es temporada de peeling.


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