100 días en casa

Cien.
Cien malditos días.
Ay, sabés qué... Siento que no da para más. Pero no es una opción. No puedo fingir que nada está sucediendo, como lo hacen mis compatriotas en Brasil. Incluso, si quisiera ir en contra de un decreto y cagar en el sistema creado por el tío Alberto, ¿qué podría hacer fuera de casa? No hay un café abierto para comer un muffin de arándanos. No hay un restaurante chino abierto para comer unos dumplings. No hay un bar abierto para tomar un trago inventado por un barman hot. No hay Centro Cultural Recoleta, museos, parques, ferias de artesanías o antigüedades. No hay ni shoppings. Las librerías están abiertas, pero llenas de restricciones que no te dan la más mínima gana de poner tus pies - inmersos en una solución desinfectante - en una.
Acá, al mismo tiempo que estamos angustiados por no poder salir, también estamos angustiados por pensar en el día en que las cosas finalmente vuelvan a funcionar. Porque muchas simplemente no volverán.
Y esta solo soy yo, la persona que estuvo desempleada durante 12 días en la cuarentena y que aún puede pedir un bagel con cheddar y panceta e incluso un combinado de sushi para el almuerzo durante la semana. Solamente yo, la persona que pasa el día en pantuflas de flamenco. 

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